Iba por el barrio viejo de una ciudad con mi padre y vi un montón de globos llenos de helio en el puesto de un señor. Le dije a mi padre que me comprara uno. Y así lo hizo. Yo era feliz con mi globo volador. Menos mal que yo podía con él y no me llevaba al cielo. Pasamos por una plaza donde había un grupo de teatro o algo así que estaba cantando esa canción que dice:
<Quisiera ser tan alta como la luna ¡ayh! ¡ayh! como la luna, como la luna... y asi llegar al cielo y ...>
Estaba claro, el globo no era muy alto pero sí podía volar y llegar a donde quisiera. Hasta la luna. Entonces miré al globo bien por última vez y pensé: <Si quieres ir con la luna o volar libre como un pájaro ¡hazlo! y serás feliz.> Y lo solté. ¿Por última vez? ¡No! en el último instante lo cogí. Y volví a mirarlo pero esta vez para recordarlo. Y lo fui soltando poquito a poco hasta tocar el último trocito de hilo y lo dejé marchar.
Miré bien como se iba hacia arriba, hacia el cielo, y cuando llegó a las corrienes eólicas desapareció de mi vista y pensé feliz: <Ahora es libre como un pájaro. Y si quiere irá con la luna. Ahora el globo es feliz.> Acto seguido le dije a mi padre: <Papá ¡comprame otro globo!> y mi padre contestó: <No, que este ya lo has perdido.> Y pensé: <Hay que ver como son los padres. Los padres no entienden nada: los globos quieren volar y ser libres.>
Desde entonces y hasta ahora trato a la gente así, como a aquel globo: si quieren estar junto a mí pueden estarlo, sino pueden volar a donde quieran.
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